¿Papel Maché? La Veritá en Montevideo


Pasó La Veritá por Montevideo. Una obra de la compañía Finzi Pasca, inspirada en el surrealismo de Salvador Dalí. Esperada con ansias, la obra desplegó un potencial artístico impresionante y demostró que la compañía posee entre sus miembros a grandes artistas del circo contemporáneo.

Es una obra que te deja boquiabierto, que juega en el límite de lo humano y lo que está más allá, compartiendo un nivel tal de virtuosismo técnico que deslumbra. Además de esto, claro, la obra incluye como uno de sus personajes principales a un telón pintado por el propio Salvador Dalí. Un telón enorme y fascinante, un telón que da que hablar. Sin embargo, en lo que sigue no voy a hablar del costado surrealista en la obra (Horacio Botta ha escrito un artículo entusiasta al respecto y en este otro link hay un montón de imágenes sobre los telones de Dalí).

Quiero hacerme la pregunta que nombra este blog acerca de La Veritá. Nos invito a pensar sobre el lugar de los payasos, sobre la estética clownesca en esta obra.

Al terminar la obra, sentí un nosequé. Me pareció que en medio del despliegue enorme y muy potente de las destrezas circenses, la fragilidad de los payasos no había tenido lugar; el lugar de los payasos había sido presentar gags efectivos (como imitar un pene con un cilindro grande o caerse del proscenio hacia abajo del escenario), complaciendo al público. Creo que no había sido ese el lugar de los clowns en las otras obras que vimos de Finzi Pasca, pero más allá de eso me pregunto si es ese el lugar de los payasos en general.

¿Cómo? ¿Hay uno solo? ¿Un único lugar? Veo que mi comentario lo supone, o al menos supone que hay que exigir al payaso algo más que un rol de entretenimiento. ¿Será así? El propio trabajo de Daniele Finzi Pasca en Ícaro muestra cómo un payaso puede entretener y conmover desde la fragilidad, donde el espectador es puesto en complicidad e invitado a re/preguntarse acerca de su experiencia de vida, poniéndose en juego.

La Veritá, por su parte, destaca la trascendencia en lugar de la fragilidad, subrayando lo casi-angelical del ser humano cuando es llevado a los límites de su habilidad. Aquí el protagonista es el artista circense, el que nos sorprende por lo que puede, el que nos mantiene en tensión, el que nos atrapa. Pero a pesar de algún intento en un monólogo de Beatriz Sayad (el de los caramelos de menta) la obra no alcanza a comprometer al espectador en un cuestionamiento vivencial acerca de sí mismo. O lo que es mucho menos radical, a mí no me pasó eso...

Para terminar este balbuceo de impresiones que quisieran ser contestadas, desafiadas y acompañadas por sus comentarios, me gustaría compartirles un texto de la revista del 7º encuentro Anjos do Picadeiro. Quien quiera leer el texto completo, escrito por Adriana Schneider, lo puede encontrar en la biblioteca del Núcleo de Investigación entre Payasos, acá queda solo un fragmento en el cuál se problematiza nuestra tendencia hacia la admiración.

"Deconstruyendo Gurúes: la técnica al servicio de qué? (...) ¿Qué nos dicen acerca de nosotros mismos nuestras elecciones estéticas? ¿Estaríamos en búsqueda de una técnica única, ideal, de alguna manera inalcanzable, utópica, ya que nos hace querer algo que está fuera de nosotros, siempre en el otro, cuando deberíamos buscar en nosotros mismos? Sí, podemos devorar a todos, alguien diría, y yo estaría de acuerdo, pero ¿en qué medida esa falta de conciencia de nuestras elecciones y gustos nos hace rehenes de modelos idealizados? Hace falta pensar sobre todo esto, así como también desmitificar nuestras idealizaciones en torno a la figura del payaso. (...) ¿Qué estamos buscando en verdad? ... Descifrar la técnica es ver a través. Mirar a través es una actitud política. El payaso no es un revolucionario, el revolucionario puede ser aquel que, concientemente, se expresa y actúa a través suyo."